Por Elena Morado
¡Uf! Pero qué lluvia la de hoy.
No para. Gota tras gota va inundando la ciudad. La lluvia no se detiene y la
gente apresura el paso porque es horrible la humedad en los pies y en la cara.
Allá a lo lejos: Cruzando la calle, aunque el semáforo está en verde y puede
resbalarse, camina un joven con una maleta pesada color amarillo fosforescente sobre
los hombros. El día laboral va empezando para él, pues su reloj marca las 9:45
y a las 11 tiene que llegar. El tiempo está a su favor, y él disfruta que las
gotas caigan en su pelo hasta resbalar por su cuello. Hasta ahora, siempre le
despreocupo la humedad. El agua cae por su cuerpo, lo
recorre en su totalidad. Mide 1.65, pero su cuerpo es imponente pues luce una
playera ajustada que deja ver sus músculos y un abdomen finamente marcado por
el ejercicio. Y gracias a ello, obtiene agilidad para transportarse y realizar
su trabajo limpiando ventanas. Pocas veces queda agitado por su trabajo y no
teme a las alturas.
Ha llegado al primer destino: metro Acatitla. El vagón luce, aparentemente, vacío. Es que no se da cuenta que yo y mi pandilla lo observamos con detenimiento, mientras él va con la mirada perdida pensando en la mujer con la que hoy pasará la noche. Es que el amor vuelve idiota a cualquiera hasta si se enamora de la persona equivocada.
Doy la señal a mis acompañantes.
Es el momento de atacar al desprevenido. Lo elegimos desde hace tiempo y
siempre trae un gran peso encima. Entre varios es más fácil. Su rostro con
facciones duras y la fuerza de su cuerpo no nos intimida a ninguno de los 4.
Nos ve a poca distancia, se queda
inmóvil. No le hablamos, lo apuntamos con un arma de juguete y lo golpeamos con frecuencia en el
estómago. No puede ni defenderse a pesar de tener la intención de hacerlo. Ese
gran peso de la espalda lo limita en todo. De las manos le brotaban sudor.
Uno de nosotros halla su celular
y cartera con billetes. Los demás lo golpean hasta dejarlo indefenso en el
piso. Hay lágrimas en su cara, de las fosas nasales le sale humedad, saliva en
exceso, escupe perdigones de la boca cuando lanza maldiciones sobre nosotros. Con
más ira golpeamos su cara ensangrentada, sus frágiles piernas y su espalda ya
deforme. Mi compañero alza la maleta fosforescente para buscar más objetos de
valor, pero sólo ve una cuerda, un mosquetón, cintas y un grigri. Ni siquiera
para golpearlo con ello.
La víctima suda y vuelve a sudar.
Agoniza en el sucio piso del metro. Muere. Justo a tiempo para que mi pandilla y yo
descendamos del transporte. Nos sentimos victoriosos. Dejamos la maleta a un
lado de su cuerpo.
Las 10: 30 y aún llueve, nosotros
corremos y las gotas de agua limpian la sangre de nuestras manos y cara. Lo
matamos justo a tiempo.
FIN