miércoles, 5 de diciembre de 2007

CUENTO: OJOS QUE NO VEN.


por Elena Morado

@Elena6Morado

Veo montañas, árboles, un montón de moscas sobre excremento, caballos relinchando y chiquillos jugando con tierra. Siento hambre, soledad, afecto y alegría en mi vida gracias a mis 3 hijos y mi señora. Oigo hojas que caen de árboles, agua del Río Bravo y ruidos extraños provenientes de mi estómago, voy perdiendo los 5 sentidos. Esto es Coahuila de Zaragoza: un estado que conecta con los gringos, un enorme territorio caluroso en el que podría haberme dedicado a la pesca o la agricultura, pero no... Decidí ser ciego en el pueblo San Juan de Sabinas.

Me despido de mi señora, que sin palabras sé que le pide a Dios que me ilumine y que me regrese con bien a casa. Con un beso, le pido que me reciba con tortillas calientes, un caldo de frijol, un buen plato de nopales, y de paso un mezcalito porque la jornada es larga. Son más de 10 horas sin ojos, un delicado casco y una pala que me llevo en la espalda.

Llego a una cueva llena de rocas y rieles que conducen al subterráneo. Me he dado cuenta que mi señora se entrometió otra vez en mi maleta y añade una lámpara de alcohol, una Coca Cola bien fría, y unas tortillas con un salero para matar el hambre. Yo observo mis zapatos, y pido astucia y equilibrio a todas mis extremidades. Por ahora, Dios no me sirve de nada porque él está en el cielo, no en lo más bajo de la tierra. Seré vecino del diablo por muchas horas.

- ¡Martínez, ya es hora, guey! - dice uno del grupo. Es el que menos conozco y al que más obedezco por su lenguaje tan despectivo.

Camino despacio, junto con otros hombres de manos llenas de cuerdas, palas, picos, lámparas y guantes; y pienso en mis 2 niñas y mi varoncito. Me doy mi bendición antes de entrar a este infierno terrenal de más de 150 metros de profundidad en el que todos somos pecadores. Empieza mi ceguedad... Observo por última vez el cielo no tan azul, las aves grises y pienso en todo el carbón que hay que organizar. Enciendo el foco que incluye mi casco y mi pequeña lámpara de alcohol.

- ¡Vamos, vamos, muchachos, a trabajar!- dice el hombre gritón. Yo sé que su voz es fuerte dentro de esta cueva, pero cuando salimos es un niño atrapado en el cuerpo de un hombre. Además, se refiere a mi compañero José con el sobrenombre de “Joslelo”, no sin antes agregar el calificativo de feo, y añadirle el clásico “pinche” o “guey”.

Comienza mi jornada en este laberinto de túneles. Empiezo a sudar, y siento como cada gota de agua resbala por mi camisa azul recién planchada por mi mujer. Cómo recuerdo el día que le regalé ese aparato a Carmela, la cara que puso cuando vio la plancha. A partir de ahí, me creyó que los 50 pesos por día que ganaba sólo los invertía en mi familia... Ya perdí la cuenta de mis pasos, oigo a mis compañeros mentarse la madre, pero lejos de mí. Y del gritón ni sus luces...

- No te asustes compadre, aquí vengo – Me dice el buen José. Este joven es mi amigo en la mina. Cuando recién entró se veía animado, sonriente, con un cabello brilloso y una sonrisa enorme. Ahora se ve viejo, me atrevería a decir que hasta más grande que yo. Su pelo se empezó a caer, su rostro perdió viveza, su silueta se encorvó tanto que hasta su sombra se ve más pequeña. A veces, pienso que es un duende y bromeamos de su estatura.

- ¿Qué le pasa, Martínez? Voy atrás de usted ¿Sabe? Lo veo lento y testarudo, con todo respeto. Creí que ya se había acostumbrado a esto de la sofocación, la penumbra, el ruido, el calor, el esfuerzo, los gritos del directivo, la mugre, los olores tóxicos de los gases...- Lo interrumpo dándole unos golpesitos en la espalda que apenas le distingo, y le digo: - Muchacho, no siga, por favor-.

Con el platicar y murmuros de ambos no se percatan de que ya están 115 metros bajo tierra.

- Perdóneme, Martínez. No creí que le molestara, es sólo que deberíamos quejarnos ¿no cree? -.

- Peléensen ustedes, José!!! Yo ya estoy viejo, además Urrutia nos amenaza. Estamos limitados: o trabajamos o no comemos. Carajo ¿No lo entiende, José? Será porque su idealismo no le permite ver más allá de este montón de carbón. Porque nomás tiene una jovencita que mantener, mientras el resto de hombres tenemos a unos niños estudiando la primaria, una mujer que nos cuida con su comida y sus quehaceres en el hogar, y cuando estamos aquí sentimos un miedo tremendo-.

La pareja de amigos baja muchos pisos más por el elevador que se tambalea de un lado a otro.

- Debemos de arriesgar nuestra vida y pensar en la forma más cruel de morirnos: aplastados, quemados, ahogados o cayendo desde lo alto de estos frágiles elevadores... Si van a quejarse, no cuenten conmigo. -Yo ya estoy viejo, y no me voy a poner a discutir. Gracias a Dios tengo un empleo, y luche cuando era joven, y mire... otra vez aquí escuchando al gritón ese de Ramírez (Baja la voz) Uno nunca sabe para quién trabaja, mi querido José- .

Pareciera que cuando habló Martínez con tanta intensidad, el territorio oscuro comenzó a hacer ruidos extraños como quejándose y exigiendo más trabajo que plática. Y al ritmo de los picotazos, empezaron a trabajar.

- Bueno, bueno, pero no me sermonee, Martínez. ¿Sabe? Yo creo que no es tan malo.-

Sabía que José me mentía, lo sabía por la mueca que hacía, parecía que la boca se le cambiaba de lugar, como si ésta quisiera estar compartiendo lugar con la oreja. No cabe duda que decir, pensar y hacer no es lo mismo.

- Póngame atención, Martínez – me dijo José con autoridad. - Yo creo que usted tiene más experiencia que yo, y usted sabría cómo dirigirnos, cómo no temer ni ocultarnos detrás del otro, a ser verdaderos camaradas ¿no cree? -.

-Ya le dije que no, joven. Lo único que va a lograr es que me encabrone-. Le dije con la voz más furiosa que encontré. Y entendió...

Se hizo un silencio que permitía escuchar lo atinado de los martillazos, palas y caída de minerales.

- Oiga, Martínez ¿No cree que debería ir a ver un médico? Se nota que le duele algo, puede que sea inicios de reumatismo ¿No le parece? Si quiere lo acompaño al curandero pa´que no preocupe a su señora.

- No, para nada. Yo ya esto viejo. Mire nomás mi cabello todo gris.

Y respiramos lo mínimo de oxígeno mezclado con la abundancia de polvo de antracita.

- Ahhh, pero ya ve... - me anuncia con singular voz José.

- ¿Qué, joven? - respondo sin añadir tono de voz alguno.

- Pues que usted no está viejo, Martínez, porque eso es del carbón de esta mina. Mire...

Entonces José da un puñetazo a una de las paredes de la cueva, y la tierra con hormigas cae a montones.

- Sí, tiene razón, José. Méndigo carbón, por eso mi vieja me dice que me bañe antes de meterme a la cama. Ya me cansé, jovén, nomás doy golpes a esto de la tierra, y salen unos minerales pequeñísimos. Además, creo que ni a eso llegan, son piedras con animales extraños. -

- Ah, pues hay que buscarle porque tenemos que llenar cubetas y carretillas de carbón y piedras preciosas -Me dijo muy entusiasmado mi amigo José. Acuérdese que si no, no comemos..

- ¡¡¡O a menos que quieran alimentarse de piedras con sal, cabrones, hijos de la chingada!!! - dijo el patrón con ímpetu después de cansarse de oírnos, olerlos y espiarnos por casi dos horas.

Nuevamente se hizo un silencio, pero esta vez aterrador que hasta la piel se me erizó, y el sudor se presentó otra vez. José pensó que estaba llorando...

- ¡Oyeron, cabrones, si no quieren tragar piedras, trabajen que para eso les pagamos! Ah, y usted Martínez no se queje que aunque está viejo tiene energías, no se haga. Si yo he sabido lo bien que despacha a su mujer en las noches. El pueblo lo cuenta, no están tan solitos. ¡A trabajar, pendejos!

Ruidos de pasos pequeños se alejaban, y descendían.

-Martínez, no lloré Don. Así es el patrón este. - Me dijo con seriedad y nostálgia.

No sea tonto, José, es este sudor que no me deja. Tengo el paliacate totalmente húmedo.

Apunté mi cabeza, que portaba el casco con un pequeño foco, hacia la carreta para ver cuánto me faltaba para llenarla. Y me sorprendí porque las piedras caían una tras otra sobre unas pequeñas vías que supuestamente hace 12 años nos transportarían a nosotros a la salida o incluso darían pequeños recorridos para vigilar que ningún compañero se perdiera o tuviera un accidente fatal. Pero fue una farsa..

De pronto, mis pensamientos son interrumpidos por la voz ansiosa de respuestas de José:

-Oiga, Martínez ¿Cree en la muerte?

No sé qué decirte, José. Mi voz se oyó tartamuda y con un eco que repetía el nerviosismo de mi respuesta, el cual me aterraba.

Es que con esto de los gusanos... me imaginé, por un momento, que yo sería su alimento: Que me disfrutaban, que me devoraban, que se metían pegajosamente por mis oídos y salían por mi boca, hasta quedar totalmente descompuesto y con un olor putrefacto.

No tuve palabras, sólo respiraciones y hacía el mayor ruido con la pala. La idea del hambre se me fue difuminando del pensamiento...

De pronto un fuerte estallido se escucho por toda la mina. El elevador cayó, y el ruido era perturbador, oí gritos de espanto que me pusieron más nerviosos. Esta vez, la voz del gritón era similar a un maullido de un minino. La tierra me entraba en los ojos, en la ropa, y las piedras me golpeaban los párpados traspazándolos; y mis rodillas sangraban del dolor inmenso, ni siquiera pude quejarme. La explosión fue con tanta potencia que me sentí flexible porque alcancé a tocar manos y pies de mis compañeros, algunos de ellos estaban hechos pedazos o con fluídos raros que salían de alguna parte de su cuerpo.

De pronto me hallé sólo en la oscuridad con muchísimo miedo y agarrándome la cara con las manos, sintiendo la sangre andando sobre ellas. Necesitaba aire, sabía que nos habían instalado tanques de oxígeno en caso de emergencia, pero no di con ellos. Era un ciego, un torpe, un inútil... un fracasado porque ni siquiera podía sobrevivir para no dejar a mi mujer con nuestros 3 hijos solos. Si el maldito gritón hubiera estado aquí, seguramente, estaría leyendo mis pensamientos y hundiendo más en esta mina. Tenía mucho miedo porque sentía que las manos de mis compañeros me agarraban, seguramente no querían que me fuera sin ellos, querían que colaborar a sacarlos, pero sentí un reproche a ellos por aguantarse a las pésimas condiciones de trabajo siendo tan jóvenes. Ahora eran desconocidos, monstruos y seres con ínfimas posibilidades de sobrevivir, pero como no sabían luchar estaban esperando a que alguien los salvara, ese ser no sería yo.

Poco a poco mi boca se abría con desesperación, mi nariz aspiraba gas metano. Me rasguñaba la cara con desesperación, me afligía, gemía, lloraba, cerraba los ojos. Mi mente me contagió de todas las pláticas con José y de mis temores con la muerte: gusanos, sangre, vísceras, cráneos aplastados por elevador y manos por doquier. Me estaba convirtiendo en parte de los demás, y no quería. Pedía con mis gemidos a Dios que se asomara al infierno, que se le ocurriera auxiliarme porque tengo hijos y una esposa porque quiero morir en mi casa, en mi campo... que me concediera el deseo de morir de una enfermedad que me matará lentamente, pero sin dolor. Pero no fue así.. recuerdo como me incliné en el piso, mi cuerpo cayó despacio entre algunos cadáveres que me rodearon con sus brazos... oí gritos de auxilio y terminé arrumbado entre un montón de piedras.

- ¡Queremos los cádaveres, devuelva a nuestros maridos! – gritó una mujer muy joven.

- ¡Revisen deben estar vivos! – decía con un profundo dolor un anciano.

La primera tragedia minera del carbón en Coahuila ocurrió el 31 de enero de 1902. En El Hondo, municipio de Sabinas, perecieron 200 trabajadores. - dice un anciano con mucha certeza, pero con enojo abundante. Hijos de la chingada, cómo van a detener la búsqueda? -.

La televisión censura a la muchedumbre que llora y gime, y regresa a la transmisión de las cuatro de la tarde con la imagen de una chica delgadísima, pero con senos enormes que imita con sus gemidos el placer que se siente en la primera relación sexual. La conductora le da un premio, y le dice que tiene un talento extraordinario que ha ganado 500 pesos y que pase a sentarse. Silbidos y piropos se oyen en el set del canal de televisión...

Lo periódicos hacen un recuento de accidentes en las minas de Coahuila: El 23 de enero de 2002, 13 trabajadores fallecieron en el pozo de carbón La Escuelita en Múzquiz, luego de que quedaron atrapados en una mina cuando se produjo un derrumbe e inundación de las galerías, a 65 metros de profundidad. La información comparte espacio con anuncios que invitan a mantener la línea para verse sanos.

- Vamos a suspender temporalmente las tareas de rescate, esperaremos unos cuantos días, dos a tres días - dijo con seriedad Arturo Bermea, ejecutivo de Minera México, subsidiaria de Grupo México. Además anunció que la empresa planea entregar indemnizaciones por cada trabajador, lo que junto con la noticia de la suspensión de las tareas de rescate desató la ira de los familiares, de mi mujer y los sollozos de mis hijos.

- El presidente Vicente Fox, la primera dama, Marta Sahagún, el alcalde de la ciudad de México, Alejandro Encinas, el jerarca católico Norberto Rivera y la Conferencia del Episcopado Mexicano manifestaron su pesar a los deudos e hicieron llamados a atender las necesidades económicas de los dolientes -. Escucho que repite sin equivocación un reportero.

Mi cuerpo está inerte, pero el barullo no me deja descansar. Recuerdo que el gritón me dijo que tragaría piedras, y se le hizo realidad.... me entierran con tierra y avientan, con ayuda de palas, un montón de piedras sobre mi ataúd, sobre mi cuerpo descompuesto, y sobre mi boca. Oigo a mi pequeñito llorar con furia y le pido a Dios, ahora que estoy cerca de él, que no deje que mi chamaquito sea tan fuerte para que trabaje en una mina, que esos quejidos tan estruendosos le sirvan para que él mande, para que sea policía, maestro y para que ordene a sus hermanas, se dedique a dirigirlas y aconsejarles que no se casen con un minero porque saben muy poco de lo que se sufre. Saben tan poco que ni siquiera saben si llorar o jugar con la abundancia de tierra en el cementerio. Le pido que a Dios que mi hijo no tenga brazos fuertes como para quedarse ciego en una mina.

Mi mujer no deja de gritar: ¿Qué no ven señoras? No se convenzan, no reciban el dinero que no merecemos. La muerte de nuestros esposos no tiene precio ¿Qué no ven? ¿Están ciegas?- dice con lágrimas en los ojos y tierra en los zapatos.

Carmela coloca una cruz blanca, me deja lágrimas en la tierra y la besa tiernamente sobre las escrituras que dicen: 27/02/2006, Ernesto Martínez (uno de los 65 cuerpos recuperados en la mina Pasta de Conchos) ¡Queremos justicia!

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